“13 Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, 14 anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, 15 y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz.” (Colosenses 2:13-15)
Como cristianos, muchos de nosotros sabemos que hemos sido salvados pero aún dudamos de nuestra seguridad eterna. ¿Acaso la salvación depende de nuestro comportamiento? Reflexionar en lo que sucedió cuando pusimos nuestra fe en Jesús como nuestro Salvador nos dará la certeza de cuán seguros estamos en Él.
Antes de nuestra salvación, teníamos un problema espiritual. Nacimos con una naturaleza inclinada a revelarnos en contra de Dios. Nuestro yo consistentemente rechazaba Sus mandatos y tomaba el control. Debido a nuestro estado pecaminoso, estábamos espiritualmente muertos bajo el juicio de Dios, y destinados a estar eternamente separados de Él: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados,” (Efesios 2:1)
Ninguna cantidad de “buenas obras”, arrepentimiento o mejora de nuestro comportamiento podría haber cambiado nuestra condición como pecadores. Para resolver nuestro problema, requeríamos de una solución más allá de nuestro alcance. Sabiendo esto de antemano, Dios Padre proveyó lo que necesitábamos a través de Su Hijo Jesús: “11 Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, 12 y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. 13 Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, 14 ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:11-14)
El día en que confiamos en Cristo, nuestra condición fue cambiada de condenados a la muerte, al perdón y la vida eterna: “24 De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.” (Juan 5:24)
Recibimos una nueva naturaleza, una que desea agradar a Dios, y fuimos adoptados en Su familia: “17 De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” (2ª a Corintios 5:17)
Su don de salvación nos libró de la muerte espiritual, nos vivificó espiritualmente, y nos dio vida eterna. No podemos regresar a nuestro estado de culpa, falta de perdón y muerte. Nuestro nuevo estatus como hijos de Dios es permanente porque está basado en lo que Jesús hizo, no en algo que nosotros hayamos hecho. Mientras nuestro comportamiento pueda no siempre reflejar nuestra nueva naturaleza, cualquier error que cometamos no podrá afectar nuestra salvación.
Recuerde, no son nuestras acciones sino la obra de Cristo en la cruz, lo que ha cambiado todo. Y nadie ni nada puede deshacer nuestro nuevo nacimiento espiritual que vino a través de poner nuestra fe en Jesús.
“37 Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. “ (Juan 6:37)